Vengo de comulgar y estoy en éxtasis,
aunque
comulgué como un ahogado,
mientras en una celda
de mi memoria arrecia
la lluvia del sudeste,
igual que siempre
embiste al sesgo a un espigón
muy largo,
y
barre el largo aviso
de
vermut que lo escuda
con
su llamado azul,
casi
gris en el límite,
para escurrirse por la tez del
mundo
hacia
los ojos de los nadadores:
dos
o tres guardavidas,
dos
adolescentes
y un vago de la arena que
cortaron
con
una diagonal
el
mar desde su playa.
Vengo
de comulgar y estoy en éxtasis
junto al hombro del kavanagh y
de cara
a
la escuela de náutica
y
al plátano,
hacedores
de fuego que me impiden
flotar con éste entre esos
pocos hombres
que
allá –solos y lejos con la puma
del
espigón desierto–,
mecidos
como sábanas
y
cobijando, ingrávidos,
la
vida en ese extremo
de
monedero roto,
de
chubasco enfrentado,
desasidos
de todo
piensan
en el regreso:
descansan; se dan vuelca –en
silencio–, y se tienden
otra
vez boca abajo,
con
un brazo apagando los graznidos
de
las gaviotas
y
las alas.
Vengo de comulgar y estoy en éxtasis
contemplando
unas sábanas
que
sólo de mí penden
sin
querer olvidar que en esta balsa,
de tiempo que detengo y de
escafandra
con
pasos de mujer,
nunca
fui absuelto
en
el adolescente y en el viento
ni en la cuerda de crawl, que
de los hierros
cavernoso
comienza
a
separarse;
ni siquiera en las manos
deslizándose
ni
en el agua –que corre entre los dedos–
ni
en los dedos, ligándose despacio
para
remar con aprensión
de
nuevo
allí donde no hay mesa para
apoyar los brazos
y
esperar que alguien venga
desde
su pueblo a visitarnos;
nadie fuma ni duerme, y –en
días
de
gran calma–
sobre
el plato de un hombro
puede
viajar un vaso.
Vengo
de comulgar y estoy en éxtasis
y no me está mareando un sexo,
una fisura,
sino
una zona:
el
patio de esa escuda
de náutica sin velas –¡cuerpo
solo!–
donde
unos niños ciegos,
envueltos
en miocardio,
con
tambores y flautas
reciben
a las costas;
la
carne comentando,
ya
hasta en la espalda,
el
frío
–que asciende repentino donde
parte el océano
y
las yemas, heladas,
en
su Pudor se pierden–;
y el miedo que, en el vientre,
de su piel hace párpado
–entre
el ojo que tiembla
y el
ojo del abismo--,
y es cordel, por el pecho, de
la voz que naufraga
en
el aire que hierve, despedido
corno
sangre,
en
los pómulos tronantes.
Peces
de cima,
cajas
bamboleadas.
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